noviembre 01, 2013

Todas Santas

1988

Mi mamá me había hecho un trajecito blanco con bolitas azules, minifalda con corte a la cadera y una blusa de botones atrás. Me encantaba. Lo usé por vez primera en la kermes de la escuela, era una de las muy pocas oportunidades que había de ver niños en ese lugar, los hermanos, primos o amigos de las alumnas pagaban un cover de 2 mil pesos ochenteros por entrar, era una primaria femenil así que nadie nunca se casó con nadie, ni de relajo. Ese día las madres aprovechaban para vender antojitos y sacar ganancias para la escuela. Siempre había música y montones de infantes bailando y jugando; con la libertad que daba no usar el uniforme, los rostros se iluminaban.

Ahí estaba La Beba, se llamaba Genoveva y de ahí el mote. Morena con el pelo súper chino y la mirada triste. Había sido compañera de mi hermano en el kinder, así que en la casa existe hasta la fecha una foto de grupo en donde aparece ella. Ya era tarde y las madres, entre ellas la de La Beba, levantaban la venta, casi todos se habían ido, con ella y otras niñas de su salón, mayores que yo; ya iban en 4º, yo en primero; jugábamos en el pasamanos mientras a lo lejos sonaban los Hombres G: curvas, baches, bares, perros muertos sin collar, y la música que tú has traído para recordar a aquella niña que sabe Dios dónde estará…

Un par de días después, nos llegó la noticia de que La Beba había muerto en accidente de carretera, tenía que cruzarla pero hizo un pausa en el sitio y momento equivocado, quedó aplastada e irreconocible entre dos camiones de carga. Su padre se había ido con otra, y a raíz de su muerte, regresó con la madre. Seis años después, La Beba habría cumplido 15 años. Los padres lo celebraron con una fiesta, como si ella estuviera viva, compraron un vestido rosado lleno de olanes que colocaron en una silla al frente del salón de fiestas, dieron cena, se bailó un vals fantasma, los invitados lloraron… un martirio.



1989

Vivíamos en un vecindario, eran 9 pequeñas casas con apenas una recámara cada una. Se recorrían en espiral y había un caminito que, al cruzarlo, hacía que nos enfrentáramos a un enjambre de abejas que dejaban piquetes por todos lados; pero valía la pena porque se llegaba a un lugar increíble con un nacimiento de agua limpia, le decíamos “El Chorrito”, se podía beber pegando la boca directamente y siempre estaba fresca. Claro que luego del paso por el enjambre, había que bajar al Chorrito por una escalera hecha de piedras y tierra que cuando llovía se ponía salvaje.

Ahí al lado del enjambre, justo frente a un árbol de tamarindo, vivían Erika, Inés y Ricardo. Eran primos, pero se decían hermanos. Su abuela, doña Hermila, era una negra enorme que siempre traía las piernas vendadas. Su abuelo, don Cleto, era un soldado retirado que casi siempre estaba borracho, no se cortaba las uñas de los pies y era buenísimo para echar las cartas en la lotería. También vivían ahí su tía Aurelia, lesbiana, y su tío Delfino, que siempre olía a una extraña y nada grata combinación de sudor con perfume barato. Nunca supe muy bien quiénes eran sus padres, pero todos dejaron a sus hijos al cuidado y manutención de los abuelos y tíos; por esa razón, por crecer y estar siempre juntos, se decían hermanos. Muy seguido llegaba otra de sus primas -una que sí vivía con sus padres- a visitar a la abuela, se llamaba Alejandra. Era una niña alta y morena, con el cabello ondulado peinado casi siempre con una media coleta, oscuro en la raíz, un poco quemado en las puntas. Jugábamos voleibol. La recuerdo perfecto con un vestido Chuy blanco de encaje, como de novia infantil. Con zapatos negros y calcetas blancas.

Un mal día a Alejandra la atropelló un ADO. Iba cruzando el boulevard, se soltó de su mamá, el chofer iba distraído y la mató. Tenía 9 años, estaba en 4º año de primaria, en la misma donde iba yo. Su padre, que trabajaba como tipógrafo en una de las tres imprentas que había cerca de la vecindad, demandó a la empresa. Pasó mucho tiempo para que la demanda rindiera frutos. Eran gente humilde, el entierro se realizó gracias a la cooperación de los compañeros de trabajo de su padre y tíos. Erika, Inés y Ricardo nos contaron que todo fue muy triste, que la madre lloraba, ellos lloraban. Hablaron de ella, de su muerte, muchos días, todo el tiempo.

La gente de ADO decidió arreglar el asunto con dinero. Al papá de Alejandra le dieron una muy buena cantidad... Se lo gastó en una borrachera, alegando que el alcohol lo alejaba de la depresión que le provocaba recordar a su hija muerta.



1990

El Chorrito iba a dar a un río bastante contaminado que cruzaba la ciudad. Pero si cruzábamos el río, pasando por una tabla que se movía como gelatina, llegábamos al penal. Enfrente vendían garnachas, empanadas, plátanos rellenos... Al bajar por ahí se llegaba a la tienda de Angélica, que siempre tenía todos los productos de Sabritas, todo lo de Barcel, Ricolino, vaya, que estaba surtida. Ahí íbamos una amiga y yo a comprar unos Rancheritos. Siempre era impactante ver a lo lejos a mujeres presas amamantando a sus hijos y a los presos tejer abanicos de palma. En la calle de la esquina del penal vivía Amelia, iba con nosotros en la escuela, un año arriba, en 4º. Por alguna razón que no recuerdo le pedimos permiso para hacer una llamada a los papás de mi amiga; entramos a su casa, no sin pasar desapercibido el enorme moño negro que colgaba de la puerta, hacía relativamente poco tiempo que la madre de Amelia había muerto luego de una enfermedad larga. Mi amiguita tomó el teléfono, giró el disco y marcó, dostreintayunosetentayuno... mientras ella hablaba a casa yo no le quitaba la vista a Amelia, que estaba en la calle jugando con un carro grande de plástico, montada, manejándolo. Tenía el cabello pesado, trenzado, rojizo, chino. Era blanca como la leche. Entonces se bajó del carrito y entró a la casa, nos dijo que quería irse con su mamá y su padre le llamó la atención diciendo que no dijera esas cosas.

Amelia y su padre salían frecuentemente de paseo. Una vez fueron a la Cascada, bajaron más de cien escalones que no tenían ningún barandal de protección. La niña de 9 años, en un mal paso, cayó al vacío, entre hierba y maleza. Se incorporó rápidamente y el paseo continuó sin otro sobresalto, incluso subieron los escalones, más de cien. Al anochecer, Amelia estaba muerta. Tuvo un traumatismo craneoencefálico que no presentó síntomas evidentes al momento. Su papá, solo y afligido, murió pocos años después, pero antes, mandó poner en el epitafio de la niña:

“En memoria de un ángel que decidió reunirse con otro”
Su desconsolado padre.
Mayo de 1990.